En el actual paradigma, calificado como neoliberal en lo económico y de “pensamiento único” en lo ideológico, las comunidades indígenas (incluyendo muchos discursos defensores de la diversidad cultural) son presentados como obstáculos para el crecimiento económico y como un entorno de conflicto que genera, esencialmente, violencia. La identidad cultural y territorial de estos pueblos y comunidades se ven enfrentadas con los discursos hegemónicos (dominación política y de mercado) y son sometidas a fuertes presiones que buscan doblegarlas y desdibujarlas del mapa. Y, cuando no logran desmaterializarla, intentan recrearla como un producto cultural sobre el que poder mercadear bajo el imaginario de “lo que es mejor” para preservar su cultura, aunque, muchas veces, poco tiene que ver con la cultura que viven los diferentes pueblos y etnias. De esta manera, se comercia con lo que interesa (lo representado) y se ignora lo demás (lo que queda fuera del marco de la representación). Y lo que queda fuera, como sabemos, no existe.
Y ¿qué es lo que se preserva? Principalmente, lo que pertenece al folklore. No obstante, es un folklore que ha pasado de ser la expresión de la diversidad cultural en un tiempo presente a ser la representación de unas formas nostálgicas de vida anterior que guardan una intencionalidad política, ideológica y mercantil. “Pasamos del folklore al folklorismo”. Es necesario tener en cuenta que, para algunas tradiciones, e incluso para algunas culturas, el folklore es la única forma de supervivencia de su cosmovisión y sus prácticas. En palabras de Martí (El folklorismo. Uso y abuso de la tradición. (1996)): “En las fiestas urbanas se incorporan de manera bien consciente elementos procedentes de la tradición, la introducción del folklore en la escuela es motivo de preocupación de muchos colectivos de maestros, y se crean continuamente asociaciones para preservarlo[…] Se quiere mantener, revitalizar, recuperar.
Los pueblos que tradicionalmente estudiaba la antropología están desapareciendo entre las fauces de un desarrollismo voraz cuyas políticas han estado encaminadas hacia convertir la diversidad cultural en un consumo homogeneizado, ya que el desarrollo capitalista globalizado no necesita indígenas, solo merchandising cultural y consumidores. Ya en su Plan Nacional de 2006, Bolivia señala que el desarrollo que se había implementado en el país correspondía a “pautas civilizatorias occidentales, cuyo lenguaje esconde dispositivos de dominación y control social que refrendan las prácticas de poder y conocimiento colonial”, en las cuales “los pueblos indígenas y la diversidad multiétnica y pluricultural son intrascendentes no contribuyen al crecimiento económico, excepto como mano de obra barata y potencial consumidor. En esta lógica la comunidad y lo indígenas fueron sentenciados a diluirse por el colonialismo y la globalización”.
La cultura dominante ha buscado la manera de integrar en sus patrones de desarrollo y representación a los pueblos indígenas para que estos asuman los códigos de conducta, de consumo y de intelección del mundo propios de la sociedad occidental.
La fuerza y expansión de esta integración (asimilación y aculturación) ha ocasionado que muchos indígenas vayan incorporándose a estos patrones para una dinámica de supervivencia y por tener, de alguna manera, una voz. Sin embargo, coexiste, junto a esta asimilación cultural, una infinidad de procesos heterogéneos de resistencia a la pérdida de sus respectivas identidades indígenas.
(Rocío Pérez Gañan. La antropología en 100 preguntas. Ediciones Nowtilus. Madrid. 2019)